domingo, 4 de octubre de 2009

El Año Verde -Elsa Bornemann-



Asomándose cada primero de enero desde la torre de su palacio, el poderoso rey saluda a su pueblo, reunido en la plaza mayor. Como desde la torre hasta la plaza median aproximadamente unos setecientos metros, el soberano no puede ver los pies descalzos de su gente.
Tampoco le es posible oír sus quejas (y esto no sucede a causa de la distancia, sino, simplemente porque es sordo…)
–¡Buen año nuevo! ¡Que el cielo los colme de bendiciones! –grita entusiasmado, y todas las cabezas se elevan hacia el inalcanzable azul salpicado de nubecitas esperando inútilmente que caiga siquiera alguna de tales bendiciones…
–¡El año verde serán todos felices! ¡Se los prometo! –agrega el rey antes de desaparecer hasta el primero de enero siguiente.
–El año verde… –repiten por lo bajo los habitantes de ese pueblo antes de regresar hacia sus casas– El año verde…
Pero cada año nuevo llega con el rojo de los fuegos artificiales disparados desde la torre del palacio… con el azul de las telas que se bordan para renovar las tres mil cortinas de sus ventanas… con el blanco de los armiños que se crían para confeccionar las puntosas capas del rey… con el negro de los cueros que se curten para fabricar sus doscientos pares de zapatos… con el amarrillo de las espigas que los campesinos siembran para amasar –más tarde– panes que nunca comerán…
Cada año nuevo llega con los mismos colores de siempre. Pero ninguno es totalmente verde… Y los pies continúan descalzos… Y el rey sordo.
Hasta que, en la última semana de cierto diciembre, un muchacho toma una lata de pintura verde y una brocha. Primero pinta el frete de su casa, después sigue con la pared del vecino, estirando el color hasta que tiñe todas las paredes de su cuadra, y la vereda, y los cordones, y la zanja… Finalmente; hunde su cabeza en otra lata y allá va, con sus cabellos verdes alborotando las calles del pueblo:
–¡El aire ya huele a verde! ¡Si todos juntos lo soñamos, si lo queremos, el año verde será el próximo!
Y el pueblo entero, como si de pronto un fuerte viento lo empujara en apretada hojarasca, sale a pintar hasta el último rincón. Y en hojarasca verde se dirige luego a la plaza mayor, festejando la llegada del año verde. Y corren con sus brochas empapadas para pintar el palacio por fuera y por dentro. Y por dentro está el rey, que también es totalmente teñido. Y por dentro están los tambores de la guardia real, que por primera vez baten alegremente anunciando la llegada del año verde.
–¡Que llegó para quedarse! –gritan todos a coro, mientras el rey escapa hacia un descolorido país lejano.

Ese mes de enero llueve torrencialmente. La lluvia destiñe al pueblo y todo el verde cae al río y se lo lleva el mar, acaso para teñir otras costas… Pero ellos ya saben que ninguna lluvia será tan poderosa como para despintar el verde de sus corazones, definitivamente verdes. Bien verdes, como los años que –todos juntos—han de construir día por día.

jueves, 3 de septiembre de 2009

La fiesta ajena -Liliana Heker-


Nomás llegó, fue a la cocina a ver si estaba el mono. Estaba y eso la tranquilizó: no le habría gustado
nada tener que darle la razón a su madre. ¿Monos en un cumpleaños?, le había dicho; ¡por favor!; vos sí que te
creés todas las pavadas que te dicen. Estaba enojada pero no era por el mono, pensó la chica: era por el
cumpleaños.
— No me gusta que vayas — le había dicho—. Es una fiesta de ricos.
— Los ricos también se van al cielo — dijo la chica, que aprendía religión en el colegio.
— Qué cielo ni cielo — dijo la madre—. Lo que pasa es que a usted, m’hijita, le gusta cagar más arriba
del culo.
A la chica no le parecía nada bien la manera de hablar de su madre: ella tenía nueve años y era una de
las mejores alumnas de su grado.
—Yo voy a ir porque estoy invitada — dijo—. Y estoy invitada porque Luciana es mi amiga. Y se acabó.
—Ah, sí, tu amiga — dijo la madre. Hizo una pausa —. Oíme, Rosaura — dijo por fin —. Esa no es tu
amiga. ¿Sabés lo que sos vos para todos ellos? Sos la hija de la sirvienta, nada más.
Rosaura parpadeó con energía.
— Callate — gritó —. Qué vas a saber vos lo que es ser amiga.
Ella iba casi todas las tardes a la casa de Luciana y preparaban juntas los deberes mientras su madre
hacía la limpieza. Tomaban la leche en la cocina y se contaban secretos. A Rosaura le gustaba enormemente
todo lo que había en esa casa. Y la gente también le gustaba.
— Yo voy a ir porque va a ser la fiesta más hermosa del mundo, Luciana me lo dijo. Va a venir un mago
y va a traer un mono y todo.
La madre giró el cuerpo para mirarla bien y ampulosamente apoyó las manos en las caderas.
— ¿Monos en un cumpleaños? — dijo—. ¡Por favor! Vos sí que te creés todas las pavadas que te dicen.
Rosaura se ofendió mucho. Además le parecía mal que su madre acusara a las personas de mentirosas
simplemente porque eran ricas. Ella también quería ser rica, ¿qué?, si un día llegaba a vivir en un hermoso
palacio, ¿su madre no la iba a querer tampoco a ella? Se sintió muy triste. Deseaba ir a esa fiesta más que
nada en el mundo.
— Si no voy me muero — murmuró, casi sin mover los labios.
Y no estaba muy segura de que se hubiera escuchado pero lo cierto es que en la mañana de la fiesta
descubrió que su madre le había almidonado el vestido de Navidad. Y a la tarde, después que le lavó la cabeza,
le enjuagó el pelo con vinagre de manzanas para que le quedara bien brillante. Antes de salir Rosaura se miró
en el espejo, con el vestido blanco y el pelo brillándole, y se vio lindísima.
La señora Inés también pareció notarlo. Apenas la vio entrar, le dijo:
— Qué linda estás hoy, Rosaura.
Ella, con las manos, impartió un ligero balanceo a su pollera almidonada: entró a la fiesta con paso firme.
Saludó a Luciana y le preguntó por el mono. Luciana puso cara de conspiradora; acercó su boca a la oreja de
Rosaura.
— Está en la cocina — le susurró en la oreja —. Pero no se lo digas a nadie porque es un secreto.
Rosaura quiso verificarlo. Sigilosamente entró en la cocina y lo vio. Estaba meditando en su jaula. Tan
cómico que la chica se quedó un buen rato mirándolo y después, cada tanto, abandonaba a escondidas la fiesta
e iba a verlo. Era la única que tenía permiso para entrar en la cocina, la señora Inés se lo había dicho: “Vos sí
pero ningún otro, son muy revoltosos, capaz que rompen algo”. Rosaura, en cambio, no rompió nada. Ni
siquiera tuvo problemas con la jarra de naranjada, cuando la llevó desde la cocina al comedor. La sostuvo con
mucho cuidado y no volcó ni una gota. Eso que la señora Inés le había dicho: “¿Te parece que vas a poder con
esa jarra tan grande?”. Y claro que iba a poder: no era de manteca, como otras. De manteca era la rubia del
moño en la cabeza. Apenas la vio, la del moño le dijo:
— ¿Y vos quién sos?
— Soy amiga de Luciana — dijo Rosaura.
— No — dijo la del moño —, vos no sos amiga de Luciana porque yo soy la prima y conozco a todas sus
amigas. Y a vos no te conozco.
— Y a mí qué me importa — dijo Rosaura —, yo vengo todas las tardes con mi mamá y hacemos los
deberes juntas.
—¿Vos y tu mamá hacen los deberes juntas? — dijo la del moño con una risita.
— Yo y Luciana hacemos los deberes juntas — dijo Rosaura, muy seria.
La del moño se encogió de hombros.
— Eso no es ser amiga — dijo —. ¿Vas al colegio con ella?
— No.
— ¿Y entonces de dónde la conocés? — dijo la del moño, que empezaba a impacientarse.
Rosaura se acordaba perfectamente de las palabras de su madre. Respiró hondo:
— Soy la hija de la empleada — dijo.
Su madre se lo había dicho bien claro: Si alguno te pregunta, vos le decís que sos la hija de la empleada
y listo. También le había dicho que tenía que agregar: Y a mucha honra. Pero Rosaura pensó que nunca en su
vida se iba a animar a decir algo así.
— ¿Qué empleada? — dijo la del moño — ¿Vende cosas en una tienda?
— No — dijo Rosaura con rabia —, mi mamá no vende nada para que sepas.
— ¿Y entonces cómo es empleada? — dijo la del moño.
Pero en ese momento se acercó la señora Inés haciendo shh shh, y le dijo a Rosaura si no la podía
ayudar a servir las salchichitas, ella que conocía la casa mejor que nadie.
— Viste — le dijo Rosaura a la del moño, y con disimulo le pateó un tobillo.
Fuera de la del moño todos los chicos le encantaron. La que más le gustaba era Luciana, con su corona
de oro; después los varones. Ella salió primera en la carrera de embolsados y en la mancha agachada nadie la
pudo agarrar. Cuando los dividieron en equipos para jugar al delegado, todos los varones pedían a gritos que la
pusieran en su equipo. A Rosaura le pareció que nunca en su vida había sido tan feliz.
Pero faltaba lo mejor. Lo mejor vino después que Luciana apagó las velitas. Primero, la torta: la señora
Inés le había pedido que la ayudara a servir la torta y Rosaura se divirtió muchísimo porque todos los chicos se
le vinieron encima y le gritaban “a mí, a mí”. Rosaura se acordó de una historia donde había una reina que tenía
derecho de vida y muerte sobre sus súbditos. Siempre le había gustado eso de tener derecho de vida y muerte.
A Luciana y a los varones les dio los pedazos más grandes y a la del moño una tajadita que daba lástima.
Después de la torta llegó el mago. Era muy flaco y tenía una capa roja. Y era mago de verdad.
Desanudaba pañuelos con un solo soplo y enhebraba argollas que no estaban cortadas por ninguna parte.
Adivinaba las cartas y el mono era el ayudante. Era muy raro el mago: al mono lo llamaba socio. “A ver, socio,
dé vuelta una carta”, le decía. “No se me escape, socio, que estamos en horario de trabajo”.
— La prueba final era la más emocionante. Un chico tenía que sostener al mono en brazos y el mago lo
iba a hacer desaparecer.
— ¿Al chico? — gritaron todos.
— ¡Al mono! — gritó el mago.
Rosaura pensó que esta era la fiesta más divertida del mundo.
El mago llamó a un gordito, pero el gordito se asustó en seguida y dejó caer al mono. El mago lo levantó
con mucho cuidado, le dijo algo en secreto, y el mono hizo que sí con la cabeza.
— No hay que ser tan timorato, compañero — le dijo el mago al gordito.
— ¿Qué es timorato? — dijo el gordito.
El mago giró la cabeza hacia uno y otro lado, como para comprobar que no había espías.
— Cagón — dijo —. Vaya a sentarse, compañero.
Después fue mirando, una por una, las caras de todos. A Rosaura le palpitaba el corazón.
— A ver, la de los ojos de mora — dijo el mago. Y todos vieron cómo la señalaba a ella.
No tuvo miedo. Ni con el mono en brazos, ni cuando el mago hizo desaparecer al mono, ni al final,
cuando el mago hizo ondular su capa roja sobre la cabeza de Rosaura, dijo las palabras mágicas... y el mono
apareció otra vez allí, lo más contento, entre sus brazos. Todos los chicos aplaudieron a rabiar. Y antes de que
Rosaura volviera a su asiento, el mago le dijo:
— Muchas gracias, señorita condesa.
Eso le gustó tanto que un rato después, cuando su madre vino a buscarla, fue lo primero que le contó.
— Yo lo ayudé al mago y el mago me dijo: “Muchas gracias, señorita condesa”.
Fue bastante raro porque, hasta ese momento, Rosaura había creído que estaba enojada con su madre.
Todo el tiempo había pensado que le iba a decir: “Viste que no era mentira lo del mono”. Pero no. Estaba
contenta, así que le contó lo del mago.
Su madre le dio un coscorrón y le dijo:
— Mírenla a la condesa.
Pero se veía que también estaba contenta.
Y ahora estaban las dos en el hall porque un momento antes la señora Inés, muy sonriente, había dicho:
“Espérenme un momentito”.
Ahí la madre pareció preocupada.
— ¿Qué pasa? — le preguntó a Rosaura.
— Y qué va a pasar — le dijo Rosaura —. Que fue a buscar los regalos para los que nos vamos.
Le señaló al gordito y a una chica de trenzas que también esperaban en el hall al lado de sus madres. Y
le explicó cómo era el asunto de los regalos. Lo sabía bien porque había estado observando a los que se iban
antes. Cuando se iba una chica, la señora Inés le regalaba una pulsera. Cuando se iba un chico, le regalaba un
yo-yo. A Rosaura le gustaba más el yo-yo porque tenía chispas pero eso no se lo contó a su madre. Capaz que
le decía: “Y entonces, ¿por qué no le pedís el yo-yo, pedazo de sonsa?”. Era así su madre. Rosaura no tenía
ganas de explicarle que le daba vergüenza ser la única distinta. En cambio le dijo:
— Yo fui la mejor de la fiesta.
Y no habló más porque la señora Inés acababa de entrar en el hall con una bolsa celeste y una bolsa
rosa.
Primero se acercó al gordito, le dio un yo-yo que había sacado de la bolsa celeste, y el gordito se fue con
su mamá. Después se acercó a la de trenzas, le dio una pulsera que había sacado de la bolsa rosa, y la de
trenzas se fue con su mamá.
Después se acercó a donde estaban ella y su madre. Tenía una sonrisa muy grande y eso le gustó a Rosaura.
La señora Inés la miró, después miró a la madre, y dijo algo que a Rosaura la llenó de orgullo. Dijo:
— Qué hija que se mandó, Herminia.
Por un momento, Rosaura pensó que a ella le iba a hacer los dos regalos: la pulsera y el yo-yo. Cuando
la señora Inés inició el ademán de buscar algo, ella también inició el movimiento de adelantar el brazo. Pero no
llegó a completar ese movimiento.
Porque la señora Inés no buscó nada en la bolsa celeste, ni buscó nada en la bolsa rosa. Buscó algo en
su cartera.
En su mano aparecieron dos billetes.
— Esto te lo ganaste en buena ley — dijo, extendiendo la mano —. Gracias por todo, querida.
Ahora Rosaura tenía los brazos muy rígidos, pegados al cuerpo, y sintió que la mano de su madre se
apoyaba sobre su hombro. Instintivamente se apretó contra el cuerpo de su madre. Nada más. Salvo su mirada.
Su mirada fría, fija en la cara de la señora Inés.
La señora Inés, inmóvil, seguía con la mano extendida. Como si no se animara a retirarla. Como si la
perturbación más leve pudiera desbaratar este delicado equilibrio.

lunes, 13 de julio de 2009

La nena y el extraterrestre

[parte I]

Esta es la historia de una nena y un extraterrestre,

Hace 5.800.000 años, una nena viajo a la luna y conoció a un extraterrestre,
Nadie quería que se hicieran amigos, porque él era extraterrestre y ella nena...
Pero como eso no se puede evitar, se conocieron, se hicieron amiguitos y después, se quisieron más y más...
Cuando todos los nenes y las nenas se dieron cuenta de esta amistad, decían que ella estaba loca!
Cuando todos los extraterrestres y las extraterrestres se enteraron de que se querían mucho, decían que él estaba enfermo y que tenia que ir al medico a curarse...
La nena y el extraterrestre no podían entender porque les decían todas esas cosas, ellos solamente se querían.
La mamá de la nena se enojo un montón y le dijo que volviera rápido a su casita,
La nena se tuvo que ir.
El extraterrestre se quedo en la luna.
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[parte II]

La nena vivía en la tierra,
el extraterrestre, no.
A ella le gustaba cantar y que le cuenten cuentos,
a él le gustaban cosas de extraterrestres y quería cosas de extraterrestres,
a la nena le gustaba jugar con extraterrestres, pero no siempre aparecía uno para divertirse...
Los extraterrestres , al igual que los dragones a sus sombras, tienen miedo.
y este no era la excepcion.
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-Rayen-

viernes, 10 de julio de 2009

La Oveja negra -Augusto Monterroso-

En un lejano país existió hace muchos años una Oveja negra.
Fue fusilada.
Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque.
Así, en los sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura.

LA PARTE DEL LEÓN -Augusto Monterroso-

La Vaca, la Cabra y la paciente Oveja se asociaron un día con el León para gozar alguna vez de una vida tranquila, pues las depredaciones del monstruo (como lo llamaban a sus espaldas) las mantenían en una atmósfera de angustia y zozobra de la que difícilmente podían escapar como no fuera por las buenas.

Con la conocida habilidad cinegética de los cuatro, cierta tarde cazaron un ágil Ciervo (cuya carne por supuesto repugnaba a la Vaca, a la Cabra y a la Oveja, acostumbradas como estaban a alimentarse con las hierbas que cogían) y de acuerdo con el convenio dividieron el vasto cuerpo en partes iguales.

Aquí, profiriendo al unísono toda clase de quejas y aduciendo su
indefensión y extrema debilidad, las tres se pusieron a vociferar
acaloradamente, confabuladas de antemano para quedarse también
con la parte del León, pues, como enseñaba la Hormiga, querían
guardar algo para los días duros del invierno.

Pero esta vez el León ni siquiera se tomó el trabajo de enumerar
las sabidas razones por las cuales el Ciervo le pertenecía a él solo, sino que se las comió allí mismo de una sentada, en medio de los largos gritos de ellas en que se escuchaban expresiones como contrato social,Constitución, derechos humanos y otras igualmente fuertes y decisivas

sábado, 4 de julio de 2009

MUJER DE PIE

Me quedé levantado toda la noche y al fin terminé un cuento de cuarenta páginas. Era una obra trivial, de entretenimiento, incapaz de hacer bien o mal.
"En esta época uno no puede escribir cuentos que hagan bien o mal; es inevitable", me dije mientras aseguraba el manuscrito con un clip y lo metía en un sobre.
En cuanto a si hay en mí materia prima para escribir cuentos que puedan hacer bien o mal, hago todo lo posible por no pensar en eso. Si me pusiera a pensar en eso, tal vez quisiera intentarlo.
El sol de la mañana me hirió los ojos cuando me puse los zuecos de madera y abandoné la casa con el sobre. Como aún faltaba un tiempo para que llegara el primer camión postal, dirigí mis pasos hacia el parque. Por la mañana no vienen niños a este parque, un simple cuadrado de ochenta metros en medio de un barrio residencial apiñado. Aquí se está tranquilo. Así que siempre incluyo el parque en mi caminata matutina. Hoy día hasta el escaso verde suministrado por diez o doce árboles es invalorable en la megalópolis.
Tendría que haber traído un poco de pan, pensé. Mi perrogajo favorito se alza cerca del banco del parque. Es un perrogajo afectuoso de piel color ante, bastante grande por tratarse de un perro mestizo.
El camión de fertilizante líquido acababa de pasar cuando llegué al parque; el suelo estaba húmedo y había un tenue olor a cloro. El caballero mayor a quien veía a menudo estaba sentado en el banco cercano al perrogajo, alimentando el poste color ante con lo que parecía carne picada. Por lo común los perrogajos tienen un apetito excelente. Tal vez el fertilizante líquido, absorbido por las raíces bien hundidas en el suelo y que sube a través de las patas, deja algo que desear.
Comen cualquier cosa que uno les dé.
—¿Le trajo algo? Hoy salí apurado. Olvidé traer mi pan le dije al hombre mayor.
Se volvió hacia mí con ojos amables y una suave sonrisa.
Ah, ¿a usted también le gusta este muchacho?
—Sí —contesté, sentándome junto a él—. Se parece como una gota de agua a un perro que yo tenía.
El perrogajo alzó hacia mí una mirada de ojos grandes, negros, y meneó la cola.
—En realidad, yo también tenía un perro parecido a este muchacho —dijo el hombre, rascando el pelo del cuello del perrogajo—. Lo convirtieron en perrogajo a los tres años. ¿No lo ha visto? Entre la lencería y la tienda de artículos de cine, sobre la costanera. ¿No vio allí un perrogajo que se parece a este muchacho?
Asentí con un movimiento de cabeza, agregando:
—¿Así que ése era suyo?
—Sí, era nuestro favorito. Se llamaba Hachi. Ahora está vegetalizado por completo. Un hermoso perrárbol.
—Ahora que lo dice, se parece mucho a este muchacho. Tal vez provenían de la misma raza.
—¿Y su perro? —preguntó el hombre mayor—. ¿Dónde está plantado?
—Nuestro perro se llamaba Buff —contesté, sacudiendo la cabeza—. Lo plantaron junto a la entrada del cementerio que está a las afueras de la ciudad. Pobrecito, murió apenas lo plantaron. Los camiones de fertilizante no van por allí con mucha frecuencia, y quedaba tan lejos que yo no podía llevarle de comer todos los días. Tal vez lo plantaron mal. Murió antes de convertirse en árbol.
—¿Lo arrancaron entonces?
—No. Por suerte en esa zona no importa demasiado que huela o no, así que lo dejaron allí y se secó. Ahora es un esquelegajo. Me enteré de que es un material espléndido para las clases de ciencias de la escuela primaria cercana.
—Qué maravilla.
El hombre mayor acarició la cabeza del perrogajo.
—Me pregunto cómo llamaban a este muchacho antes de que se convirtiera en perrogajo.
—Prohibido llamar a un perrogajo por su nombre original —dije—. ¿No es una ley extraña?
El hombre me miró con ojos penetrantes, después contestó con tono casual:
—¿Acaso no se limitaron a extender a los perros las leyes que tenían que ver con las personas? Por eso pierden el nombre cuando se transforman en perrogajos —asintió mientras rascaba la mandíbula del perrogajo—. No sólo los nombres antiguos: uno tampoco puede darles un nombre nuevo. Porque no hay nombres propios para las plantas
Caramba, por supuesto, pensé.
Miró mi sobre, que tenía las palabras MANUSCRITO ADJUNTO.
—Disculpe —dijo—. ¿Usted es escritor?
Me sentí un poco embarazado.
—Bueno, sí. Hago algunas cositas triviales.
Después de mirarme con atención, el hombre siguió acariciando la cabeza del perrogajo.
—Yo también acostumbraba escribir algo.
Logré reprimir una sonrisa.
—¿Cuántos años hace que dejé de escribir? Parecen muchos.
Miré el perfil del hombre. Ahora que él lo decía, era un rostro que me parecía haber visto antes en alguna parte. Empecé a preguntarle el nombre, vacilé, y me quedé en silencio.
El hombre mayor dijo bruscamente:
—El mundo se ha vuelto difícil para escribir.
Bajé los ojos, avergonzado de mí mismo, que aún seguía escribiendo en semejante mundo.
El hombre se disculpó confundido ante mi repentina depresión.
—Fue grosero de mi parte. No lo estoy criticando a usted. Soy yo quien tendría que sentirse avergonzado.
—No —le dije, después de mirar con rapidez a nuestro alrededor—. No puedo dejar de escribir, porque no tengo el valor necesario. ¡Dejar de escribir! Caramba, después de todo, ese sería un gesto contra la sociedad.
El hombre mayor siguió acariciando al perrogajo. Después de una larga pausa habló:
—Es doloroso dejar de escribir de pronto. Ahora que hemos llegado a esto, creo que me sentiría mejor si hubiese seguido escribiendo temerariamente crítica social, y me hubiesen arrestado. Incluso hay momentos en que creo eso. Pero sólo era un diletante, nunca conocí la pobreza, perseguía sueños de tranquilidad. Deseaba llevar una vida cómoda. Como persona de gran dignidad, no podía soportar verme expuesto a los ojos del mundo, ridiculizado. Así que dejé de escribir. Una historia lamentable.
Sonrió y sacudió la cabeza.
—No, no, no hablemos de eso. Nunca se sabe quién puede estar oyendo, incluso aquí, en la calle.
Cambié de tema.
—¿Vive cerca?
—¿Conoce el salón de belleza de la calle principal? Pase por allí. Me llamo Hiyama —hizo un movimiento de cabeza hacia mí—. Venga a visitarme alguna vez. Estoy casado, pero. . .
—Muchísimas gracias.
Le dí mi nombre.
No recordaba a ningún escritor llamado Hiyama. Sin duda escribía con seudónimo. No tenía intenciones de visitar su casa. Estamos en un mundo en que incluso dos o tres escritores que se reúnen son considerados asamblea ilegal.
—Es hora de que pase el camión postal.
Miré mi reloj pulsera mientras me paraba.
—Temo que es mejor que me vaya —dije.
Volvió hacia mí una triste cara sonriente y se inclinó. Después de acariciar un poco la cabeza del perrogajo. abandoné el parque.
Desemboqué en la calle principal, pero sólo había una cantidad ridícula de coches que pasaban; los peatones eran pocos. Junto a la acera estaba plantado un gatárbol, de treinta o cuarenta centímetros de altura.
A veces doy con un gatogajo que acaba de ser plantado y aún no se ha convertido en gatárbol. Los gatogajos nuevos me miran la cara y maúllan o gimen, pero aquellos cuyas cuatro patas plantadas en el suelo se han vegetalizado, con los rostros verdosos rígidamente inmóviles y los ojos bien cerrados, sólo mueven las orejas de vez en cuando. Después están los gatogajos a quienes les brotan ramas del cuerpo y puñados de hojas. La mente de estos parece estar vegetalizada por completo: ni siquiera mueven las orejas. Aun cuando pueda distinguirse un rostro de gato, sería mejor llamarlos gatárboles.
Tal vez sea mejor convertir a los perros en perrogajos, pensé. Cuando se les termina la comida, se vuelven malos y hasta atacan a la gente. ¿Pero por qué tienen que convertir a los gatos en gatogajos? ¿Hay demasiados gatos perdidos? ¿Para mejorar la condición alimenticia, aunque sea un poco? O tal vez para reverdecer la ciudad...
Cerca del hospital enorme que se encuentra en la esquina donde se intersectan las autopistas hay dos hombrárboles, y junto a estos árboles un hombregajo. Este hombregajo viste uniforme de cartero, y no se puede distinguir hasta qué punto se le han vegetalizado las piernas, por los pantalones. Tiene treinta y cinco o treinta y seis años, es alto, un poco encorvado de hombros.
Me acerqué a él y le tendí mi sobre, como siempre.
—Por certificado, entrega especial, por favor.
El hombregajo, asintiendo en silencio, aceptó el sobre y sacó estampillas y un formulario de correo certificado de su bolsillo.
Me di vuelta con rapidez después de pagar el franqueo. No había nadie más a la vista. Decidí tratar de hablarle. Siempre le llevo el correo cada tres días, y aún no había tenido oportunidad de hablar con él con cierta calma.
—¿Qué hizo? —le pregunté en voz baja.
El hombregajo me miró sorprendido. Después, una vez que recorrió la zona con los ojos, contestó con expresión amarga:
—Decir cosas innecesarias no me hará ningún bien. Se supone que ni siquiera tengo que contestar.
—Lo sé —dije, mirándolo a los ojos. Cuando vio que no me iba, suspiró hondo.
—Sólo dije que la paga es baja. Lo que es más, me oyó el patrón. Porque la paga de un cartero es realmente baja. —Con expresión sombría, sacudió la mandíbula hacia los dos hombrárboles que estaban juntos a él—. A estos tipos les pasó lo mismo. Sólo por dejar escapar algunas quejas acerca de la paga baja. ¿Los conoce? —me preguntó.
Señalé a uno de los hombrárboles.
—Recuerdo a éste, porque le entregué una gran cantidad de correspondencia. Al otro no lo conozco. Ya era un hombrárbol cuando me mudé aquí.
—Ese era mi amigo —dijo.
—¿El otro no era encargado, o jefe de sección?
Asintió.
—Correcto. Era encargado.
—¿No tiene usted hambre, o frío?
—No se siente demasiado —contestó, aún inexpresivo. Cualquiera que es convertido en hombregajo pronto se vuelve inexpresivo—. Incluso creo que ya me parezco bastante a una planta. No sólo en cómo siento las cosas, sino también en el modo en que pienso. Al principio era triste, pero ahora no importa. Solía tener mucho hambre, pero dicen que la vegetalización se desarrolla más rápido cuando uno no come.
Me miró con ojos opacos. Era probable que esperase convertirse pronto en hombrárbol.
—Dicen que a la gente con ideas radicales les hacen una lobotomía antes de convertirlos en hombregajos, pero tampoco me hicieron eso. No había pasado un mes desde que me plantaron aquí y ya no me sentía furioso.
Le dio un vistazo a mi reloj pulsera.
—Bueno, ahora será mejor que se vaya. Casi es la hora de llegada del camión postal.
—Si —pero aun no podía irme, y vacilé, inquieto.
—Oiga —dijo el hombregajo—. ¿Por casualidad algún conocido suyo fue convertido hace poco en hombregajo?
Herido en lo más hondo, lo miré a la cara por un momento, después asentí lentamente.
—Mi esposa, para ser precisos.
—Aja, su esposa, ¿eh? —Por unos instantes me miró con el mayor interés—. Me preguntaba si no se trataba de algo así. De otro modo nadie se molesta en hablarme. ¿Qué hizo entonces, su esposa?
—Se quejó de que los precios eran altos en una reunión de amas de casa. Si eso hubiera sido todo, perfecto, pero además criticó al gobierno. Estoy empezando a tener éxito como escritor, y creo que la ansiedad de ella por ser la esposa de ese escritor hizo que lo dijera. Una de las mujeres la delató. La plantaron sobre el costado izquierdo del camino mirando desde la estación hacia el ayuntamiento, cerca de la ferretería.
Ah, en ese lugar —cerró los ojos un poco, como recordando el aspecto de los edificios y los negocios de la zona—. Es una calle bastante tranquila. Mejor así, ¿verdad? —Abrió los ojos y me miró, inquisitivo—. No va a ir a verla, ¿no? Es mejor no verla con mucha frecuencia. Tanto para ella como para usted. Así los dos pueden olvidar más pronto.
—Sí, lo sé.
Dejé caer la cabeza.
—¿Su esposa? —preguntó, con un matiz comprensivo en la voz—. ¿Alguien le ha hecho algo?
—No. Hasta ahora nada. Sólo está allí, de pie, pero aún así...
—Eh —el hombregajo que hacía las veces de buzón alzó la mandíbula para llamarme la atención—. Llegó. El camión postal. Mejor que se vaya.
—Tiene razón.
Di unos pasos tropezantes, como empujado por su voz. Luego me detuve y me di vuelta.
—¿Quiere que haga algo por usted?
Logró arrancar una sonrisa a sus mejillas y sacudió la cabeza.
El camión rojo del correo se detuvo junto a él. Seguí mi camino, más allá del hospital.

Pensé en ir a mi librería favorita y entré en una calle de negocios atestados. Se suponía que mi libro saldría en cualquier momento, pero ese tipo de cosas ya no me hace feliz en lo más mínimo.
Un poco antes de la librería, sobre la misma acera, hay una pequeña heladería barata, y a la orilla de la calle, frente a ella, se encuentra un hombregajo a punto de convertirse en hombrárbol. Es un varón joven, al que plantaron hace ya un año. El rostro ha adquirido un tinte marrón matizado de verde, y tiene los ojos cerrados con fuerza. Con la larga espalda un poco doblada, está levemente inclinado hacia adelante. Las piernas, el torso y los brazos, visibles a través de las ropas reducidas a harapos por la exposición al viento y la lluvia, ya están vegetalizados, y aquí y allá brotan ramas. Se ven hojas tiernas en los extremos de los brazos, alzados por encima de los hombros como alas batientes. El cuerpo, que se ha convertido en árbol, e incluso el rostro, ya no se mueve en absoluto. El corazón se ha hundido en el tranquilo mundo de las plantas.
Imaginé el día en que mi esposa llegaría a ese estado, y una vez más se me retorció el corazón de dolor, tratando de olvidar. Era la angustia de tratar de olvidar.
Si en la esquina de esta heladería doblo y sigo derecho, pensé, puedo ir hasta donde está mi esposa, de pie, puedo encontrarme con mi esposa. Puedo ver a mi esposa. Pero no es conveniente ir, me dije. No hay modo de saber quién podría verte; si la mujer que la delató te interrogara, te verías realmente en problemas. Me detuve ante la heladería y me asomé calle abajo. El movimiento de peatones era el de siempre. Perfecto. Cualquiera lo pasará por alto si sólo te detienes y hablas un poco. Si sólo intercambias una o dos palabras. Desafiando a mi propia voz que gritaba " ¡No vayas!" avancé vivamente por la calle.
Con el rostro pálido, mi esposa estaba de pie al borde de la acera, frente a la ferretería. Sus piernas no habían cambiado, y sólo daba la impresión de que los pies se hubieran enterrado en el suelo hasta los tobillos. Inexpresiva, como esforzándose por no ver nada, por no sentir nada, miraba fijamente hacia adelante. Comparadas con cómo se las veía dos días antes, sus mejillas parecían un poco huecas. Dos obreros que pasaban la señalaron, hicieron una broma vulgar, y siguieron su camino, con risotadas estruendosas. Me acerqué a ella y alcé la voz.
—¡Michiko! —le grité al oído.
Mi esposa me miró, y la sangre le invadió las mejillas. Se pasó una mano por el cabello enredado.
—¿Viniste otra vez? No tendrías que hacerlo, en serio.
La empleada de la ferretería, que vigilaba el negocio, me vio. Con aire de fingida indiferencia, apartó los ojos y se retiró al fondo del local. Lleno de gratitud por su consideración, me acerqué unos pasos más a Michiko y la enfrenté.
—¿Te vas acostumbrando?
Reunió todas para lograr una sonrisa en el rostro endurecido.
Mmmm. Estoy acostumbrada.
—Anoche llovió un poco.
Mirándome aún con ojos amplios, oscuros, asintió levemente.
—Por favor no te preocupes. Apenas si siento algo.
—Cuando pienso en ti no puedo dormir —dejé caer la cabeza—. Siempre estás de pie, afuera. Cuando pienso en eso, me resulta imposible dormir. Anoche hasta pensé en traerte un paraguas.
—Por favor, no higas nada de eso —mi esposa frunció apenas el entrecejo—. Seria terrible que hicieras algo así.
Un camión grande pasó detrás de mí. El polvo blanco cubrió el cabello y los hombros de mi esposa con un tenue velo, pero a ella no pareció molestarle.
—En realidad estar de pie no es tan desagradable —habló con deliberada despreocupación, esforzándose por impedir que yo me preocupara.
Percibí un cambio sutil en las expresiones y el modo de hablar de mi esposa respecto a dos días antes. Parecía como si sus palabras hubiesen perdido algo de delicadeza, y como si el alcance de sus emociones se hubiese empobrecido hasta cierto punto. Observarla así, desde afuera, ver como se vuelve poco a poco inexpresiva, es aún más desolador por haberla conocido como era antes: las respuestas agudas, su alegre vivacidad, las expresiones ricas, plenas.
—Esa gente —le pregunté, señalando con los ojos hacia la ferretería—, ¿se portan bien contigo?
—Bueno, sí. Tienen buen corazón. Sólo una vez me dijeron que les pidiera cualquier cosa que necesitara. Pero aún no han hecho nada por mí.
—¿No tienes hambre?
Sacudió la cabeza.
—Es mejor no comer.
Eso es. Incapaz de soportar ser una mujergajo, esperaba convertirse en mujerárbol aunque fuera un solo día antes.
—Así que por favor no me traigas nada de comer. —Clavó los ojos en mí—. Por favor olvídame. Estoy segura de que incluso sin hacer ningún esfuerzo en especial, voy a olvidarte. Me alegra que hayas venido a verme, pero después la tristeza dura mucho más. Para los dos.
—Tienes razón, desde luego, pero... —Despreciando a ese ser que no podía hacer nada por su propia esposa, dejé caer otra vez la cabeza—. Pero no te olvidaré —hice un movimiento afirmativo con la cabeza. Llegaron las lágrimas—. No olvidaré. Nunca.
Cuando alcé la cabeza y la miré otra vez, ella tenía clavados en mí ojos que habían perdido algo de su brillo, con todo el rostro resplandeciendo en una sonrisa tenue como una imagen tallada de Buda. Era la primera vez que la veía sonreír así.
Sentí que estaba teniendo una pesadilla. No, me dijo, ésta ya no es tu esposa.
El traje que llevaba puesto cuando la arrestaron se había ensuciado y arrugado terriblemente. Pero como es lógico no me permitirían llevarle ropa para cambiarse. Mis ojos captaron una mancha oscura que tenía en la falda.
—¿Eso es sangre? ¿Qué pasó?
—Oh, esto —habló temblorosa, bajando los ojos hacia la falda, confundida—. Anoche dos borrachos me hicieron una broma.
—¡Bastardos! —sentí una rabia feroz ante la inhumanidad de los borrachos. Si la hubiera expresado ante ellos, habrían dicho que dado que mi esposa ya no era humana, no importaba lo que ellos hicieran.
—¡No pueden hacer ese tipo de cosa! ¡Es contra la ley!
—Es cierto. Pero no puedo reclamar.
Y como es lógico yo tampoco podía ir a la policía y reclamar. Me considerarían aún más una persona problemática.
—Te verán —dijo mi esposa con ansiedad—. Te lo ruego, no te entregues.
—No te preocupes —le sonreí, autodespreciándome—. Me falta valor para eso.
—¡Bastardos! Qué es lo que... —me mordí el labio. El corazón me dolía casi hasta romperse—. ¿Sangró mucho?
Mmmm, un poco.
—¿Duele?
—Ya no duele.
Michiko, que había sido antes tan orgullosa, ahora sólo dejaba ver un poco de tristeza en la cara. La forma en que había cambiado me sacudió. Un grupo de muchachos y muchachas, que nos compararon penetrantemente a mí y a mi esposa, pasaron detrás de mí.
—Ahora debes irte.
—Cuando seas una mujerárbol —dije al separarnos—, pediré que te transplanten a nuestro jardín.
—¿Puedes conseguirlo?
—Tendría que ser capaz de conseguirlo —asentí con energía—. Tendría que ser capaz.
—Me gustaría mucho que lo lograras —dijo mi esposa, inexpresivamente.
—Bueno, hasta la próxima.
—Me sentiría mejor si no regresaras —dijo ella en un murmullo, con los ojos bajos.
—Lo sé. Esa es mi intención. Pero es probable que venga, de todos modos.
Nos quedamos unos minutos en silencio.
Después mi esposa habló bruscamente.
—Adiós.
—Ummm.
Empecé a caminar.
Cuando miré hacia atrás al llegar a la esquina, Michiko me seguía con la mirada, aun sonriendo como un Buda tallado.
Con un corazón que parecía a punto de partirse en dos, caminé. De pronto advertí que había llegado frente a la estación. Sin querer, había regresado a mi trayecto de costumbre.
Frente a la estación hay una pequeña cafetería a la que siempre voy, llamada Punch. Entré y me senté en un reservado de un rincón. Pedí café, lo tomé amargo. Hasta entonces siempre lo había bebido con azúcar. El sabor áspero del café sin azúcar, sin crema, me atravesó el cuerpo, y lo saboreé con masoquismo. De ahora en adelante lo beberé siempre amargo. Eso fue lo que resolví.
En el apartado vecino tres estudiantes hablaban sobre un crítico que acababan de arrestar y a quien habían convertido en un hombregajo.
—Oí que lo plantaron en plena avenida Ginza.
—Le gustaba el campo. Siempre vivió en el campo. Por eso lo ubicaron en un lugar como ése.
—Parece que le hicieron una lobotomía.
—Y los estudiantes que trataron de recurrir a la fuerza en la Asamblea, protestando por el arresto... los arrestaron a todos y también los convertirán en hombregajos.
—¿No eran casi treinta? ¿Dónde los plantarán a todos?
—Dicen que los plantarán frente a su propia universidad, a ambos lados de una calle llamada Camino de los Estudiantes.
—Ahora tendrán que cambiarle el nombre. Ponerle Avenida de la Violencia, o algo así.
Los tres dejaron escapar risitas.
—Eh, no hablemos más de eso. Puede oírnos alguien.
Se callaron los tres.
Cuando abandoné la cafetería y enfilé hacia casa, me di cuenta de que ya empezaba a sentirme yo mismo como un hombregajo. Canturreando para mis adentros las palabras de una canción popular, seguí mi camino.
Soy un hombregajo al costado del camino. Tú también eres una mujergajo. Qué diablos importa, nosotros dos, en este mundo. Hierbas secas que nunca florecen.

Yasutaka Tsutsui


miércoles, 14 de enero de 2009

su canción

Dali me contó que vio una luna,
no era cualquier luna,
ésta era azul
Dali vio una flor, una flor que iluminaba a la luna,
una flor que tenia alas,
alas amarillas, verdes y naranjas,
alas rojas y negras.
Me dijo que la luna, que era azul, estaba sobre él.
Dali le escribió una canción a su luna, a su luna azul.
Dali vivía en el mar, en un turbio mar
en un mar con olas enormes,
olas que en su cresta tenían flores
pero solo vio una flor que tuviera alas
alas con luz o alas mariposa.
Dali quería a su flor
su flor era su musa
su flor era la única que en ese turbio mar podía iluminar
su flor era la única que en ese ruidoso mar podía escuchar
Dali le mostró su luna, y le dijo que era azul
le dijo que todo el tiempo cambiaba,
que cambiaba de forma, que cambiaba de color
pero le dijo que aunque cambiaba de forma y de color,
siempre estaba ahí,
como ella
y que escuchaba su canción.

estrella fugaz





Dicen, que hace un tiempo y por muuucho tiempo, los dragones le tenían miedo al mañana.
Los días les fueron enseñando, que aunque no conocieran el mañana, no había porque tenerle miedo.
Hace muuuuuuuuuuuy poquito (tarde pero seguro) notaron, después de larguísimas y larguísimas charlas con sus amigas hormigas, que hay que vivir sin esos miedos,
que uno nunca sabe si mañana va a ser mejor o peor,
solo va a ser...
E
ntonces, ya sin miedo al mañana,
un dragón, recordando a su amiga trabajadora,
emprendió su eterno viaje hacia algo llamado "revolución",
él decidió tomar otro camino, que llegaba a la misma estación,
a diferencia de la hormiga, decidió volar.
Ahora, cuando veas una estrella fugaz,
no vas a estar viendo una estrella fugaz,
vas a ver al dragón que nunca nunca nunca nunca para de viajar!